martes, 23 de diciembre de 2008



Antes de que el hombre pretendiera trascender espiritualmente ya se preocupaba por su trascendencia física, por ser más allá del círculo limitado en que se movía su existencia. Ser más allá en el tiempo y en el espacio, duplicar su alcance, duplicar su influencia sobre el mundo, instrumentar su poder.

Obra. ¨Eva¨. 1993. Aplicaciones y bordado. 110 x 90 cm.


Las representaciones plásticas de aquellos primeros hombres cumplían esa función. Eran a la vez una extensión y una señal de su mano. No es de extrañar que las primeras representaciones de ese tipo fueran precisamente huellas, impresos de la mano humana, portadoras de un mensaje que hasta ahora muchos se han empeñado en desatender. Ese mensaje que viene de tan lejos nos habla de la primera forma de comunicación, la primera forma de transmisión espiritual: el contacto.

Un amplio porciento de los espectadores habituales de las obras de arte desconoce en su plena medida la experiencia estética. Un amplio porciento de los espectadores habituales no ha tocado nunca un cuadro o una escultura. El contacto es prohibitivo para el público y paradójicamente obligatorio para el artista, por cuanto constituye garantía de la humanidad del objeto creado. Este fenómeno es el que convierte a la obra de arte en un objeto ambiguo, casi ubicuo, entre la sacralizad esotérica de lo simbólico y la vulgaridad pragmática de lo utilitario. Quizás gracias a esa ambigüedad es que se ha podido mantener el nexo, el cordón umbilical que mantiene asociado aún en la actualidad, el arte con la artesanía.

Obra. ¨El parche azul, lal una y las estrellas¨. 1997. Aplicaciones. 145 x 92 cm.


La relación arte-artesanía- que actualmente se presenta como un vínculo viciado, prejuicioso- se caracterizó durante mucho tiempo por una organicidad no solo estable, sino incluso armónica. No están lejos los tiempos en que- como ha formulado Gerardo Mosquera- “Todo artesano era un artista y todo artista era también artesano”. La manufactura le daba un aire familiar al objeto artístico, en tanto la habilidad constructiva contribuía a otorgar valores estéticos a los objetos artesanales. Se producía un intercambio de funciones (estéticas, simbólicas, prácticas, etc) un equilibrio que solo fue roto con el consecuente distanciamiento entre el productor y su producto.

En esta época, en que un artista puede realizar su obra por teléfono, sorprende agradablemente ver un producto artístico que parece hecho con el propio autor como materia prima. Hay tanta fusión entre la personalidad de Mayra Alpízar y los resultados de su creación, entre su mundo interior y su obra, que cada pieza realizada parece gozar de sensibilidad propia, como tocada por la gracia de algún taumaturgo.

Aunque Mayra Alpízar no es artesana, se ha apropiado, para expresarse, de una técnica tradicionalmente comprendida dentro de la artesanía. El desdoblamiento entre la artista de formación académica, educada en los principios de la “alta cocina” pictórica, y la artista que utiliza medios populares de expresión, provoca que sus trabajos se muevan en un ámbito entre lo discursivo y lo decorativo, lo popular y lo doméstico, lo conceptualista y lo folclórico (y no hablamos del folclor afrocubano, lugar común en el que recalan cómodamente los amantes del efectismo o del pintoresquismo, sino de un folclor mucho más contemporáneo- como el de las técnicas de arpilleras, como el de ciertos códices precolombinos- ejemplos de cómo lo tradicional puede ser a la vez una manera de cronicar el presente).

Una caracterización del conjunto de tapices que ahora se expone aquí debe tener en cuenta el hecho de que se trata de obras que expresan una intención de trascender el nivel puramente denoptativo para referir un mundo de emociones, de vivencias, marcado por la subjetividad de la autora. Hay por lo tanto un nivel de abstracción, acentuado por el requerimiento de la manifestación, ya que el tapiz obliga a abandonar la fidelidad del ícono a favor del poder de sugerencia del símbolo. Hay también una carga de referencias culturales que desbordan el tiempo individual de la creadora y ubican sus imágenes plásticas en un tiempo categórico y colectivo, incorruptible ante la experiencia personal ; es la historia grande en la que se mueven las pequeñas historias de cada tela. Hay, por último, una vitalidad en los planos, una vibración, como si a estas obras no les bastara ya con colgar pegadas a las paredes y requirieran de una apropiación especial, un enriquecimiento de volúmenes y texturas que deviniera al fin provocación a la experiencia táctil.

Despojado de la solemnidad habitual, el contacto con éstas significará una oportunidad sin igual para la comunicación estética. Ésta se realizará plenamente en la medida que el espectador logre experimentar a conciencia todos los estímulos ( intelectuales, sensoriales, emotivas) que encierra cada imagen. El resultado será una especie de diálogo entre la autora y el público, un diálogo matizado por el goce mutuo y el mutuo descubrimiento.


Ana Giselle Robaina y Juan Antonio Molina. 1992
Críticos de Arte.

Obra. ¨Tres meses de gracia sobre un cordel¨. 1990. Aplicaciones, bordado y tinta. 500 x 300 cm




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